Entre el viento salino y la memoria del campo
Hay lugares donde el tiempo parece detenerse para respirar hondo, donde cada atardecer trae consigo el eco de antiguas vendimias. En el secano costero de Paredones, ese rincón del litoral de O’Higgins donde el mar se intuye y la tierra se abre en lomajes dorados, el vino y la chicha no son solo bebidas: son parte del alma campesina que ha sabido resistir la modernidad sin renunciar a su esencia.

A fines del siglo XIX, cuando los caminos eran de polvo y las carretas cruzaban entre espinos y boldos, Paredones ya escribía su propio capítulo en la historia del vino chileno. Los grandes fudres de madera -algunos aún en pie- guardaban el secreto de mostos claros, fermentados con paciencia y orgullo. Hoy, más de un siglo después, esa tradición sigue viva gracias a familias que se niegan a dejarla morir, como los Galarce Marambio en Querelema y los Fuenzalida Pérez en El Peral. Ellos son los guardianes del vino del secano, herederos de una cultura que se bebe a sorbos lentos.

El terroir del secano costero: una tierra que forja carácter
Hablar de los vinos de Paredones es hablar de un terroir áspero y noble a la vez. Aquí no hay riego ni abundancia, sino la generosidad justa de la naturaleza. Los suelos arcillosos, pobres en materia orgánica, obligan a las raíces a buscar su sustento en lo profundo, sacando de la tierra una mineralidad que se siente en cada copa. El viento marino que llega desde Bucalemu acaricia los parrales y refresca las tardes, mientras el sol madura lento los racimos, concentrando su sabor.
Cada cosecha es un acto de fe. No hay máquinas que midan la temperatura exacta ni sensores que marquen el punto de cosecha. Solo la experiencia, el ojo entrenado y la paciencia del agricultor. Por eso, los vinos del secano costero tienen una honestidad que se reconoce: son vinos de verdad, hechos con las manos, con el tiempo y con el corazón.
Viña Santa Rosa del Maitén: la herencia de Don Darío
En Querelema, donde el camino serpentea entre colinas y aromos, se levanta la Viña Santa Rosa del Maitén, memoria viva de doña Rosa Marambio y don Darío Galarce. Fue él, un joven que había llegado desde El Maqui con solo 22 años, quien años más tarde, en 1973, plantó las primeras parras de Riesling en una pequeña planicie que aún conserva el mismo aire campesino de antaño.
Aquellas cepas, cuidadas con esmero, dieron origen al vino que hoy lleva su nombre: “Don Darío”, embotellado con orgullo por sus hijas María e Hirma, quienes crecieron viendo cómo el trabajo del padre se mezclaba con la vida familiar.
En cada botella de Don Darío hay más que vino: hay memoria. La sombra del maitén que da nombre a la viña, las risas en la vendimia, los almuerzos largos entre vecinos y la satisfacción de ver el vino clarear en los fudres viejos. “Mi papá siempre decía que el vino se hace con cariño y sin apuro”, recuerda María, mientras el aire huele a uva recién molida. En Santa Rosa del Maitén el tiempo sigue su propio ritmo, y cada cosecha es una conversación entre generaciones.
Viña Fuenzalida Pérez: la fuerza del oficio chichero
En el extremo opuesto de la comuna, en el sector de El Peral, la historia continúa bajo el cuidado de Eugenia Pérez y José Fuenzalida.
Ellos sostienen una tradición que comenzó hace más de un siglo con don Ricardo Fuenzalida, reconocido como uno de los grandes chicheros de las primeras décadas del 1900. En sus tierras, las parras de garnacha, torontel y país crecen bajo el mismo sol que vio a sus abuelos fermentar los mostos en grandes tinajas de greda.
Su producción sigue siendo artesanal, con el orgullo de lo genuino. Allí, cada botella de chicha y cada litro de pipeño son fruto de un trabajo que combina técnica y devoción. “Hoy casi nadie hace esto… lo industrial se ha comido lo artesanal”, comenta doña Eugenia, sin tristeza, pero con la lucidez de quien entiende que el vino también cuenta la historia de un modo de vivir. Ella y José trabajan con la convicción de que mientras haya una vid en pie y un brindis al caer la tarde, la tradición seguirá viva.

Más que vino: una herencia que nos pertenece a todos
Conocer estas viñas es mucho más que hacer una degustación: es entrar en la historia profunda del campo chileno. Es mirar el pasado con respeto y el presente con esperanza. Los antiguos caminos que antes eran solo huellas polvorientas hoy se abren para recibir visitantes que buscan autenticidad, paisajes y conversación. Y lo que encuentran es eso y más: encuentran humanidad.
Cada visita a Querelema o El Peral es un recordatorio de lo que somos como país agrícola, de la relación íntima que tenemos con la tierra, y de cómo las pequeñas familias son las que guardan, sin saberlo, el alma del vino chileno.
Una invitación a vivir la experiencia
Si alguna vez viajas hacia la costa de Paredones, detente antes de oír el mar. Camina entre los cerros, deja que el viento te despeine y acepta una copa del vino “Don Darío” o una chicha recién hecha. No estarás solo probando una bebida: estarás participando en una historia que aún late, en una tradición que sobrevive gracias al amor, la terquedad y la fe de quienes se resisten a olvidar.
Porque preservar estas viñas es más que un gesto romántico: es un acto de gratitud hacia nuestra tierra y su gente.
Ven, descubre Paredones y brinda por sus guardianes —los hombres y mujeres que siguen haciendo del vino una herencia viva y un motivo de orgullo rural.
En cada sorbo del secano costero hay un pedazo de Chile que no se rinde.
📌 Información de contacto:
Viña Santa Rosa del Maitén
Ubicación: Cómo llegar
📞 Teléfono / WhatsApp: +56993274657, +56983221225
Viña Fuenzalida Pérez
Ubicación: Cómo llegar
📞 Teléfono / WhatsApp: +56988634145

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